martes, 28 de junio de 2011

Sus olvidos mediocres (sus de ellos y ellas)

Defecarte en las tristezas de la gente que se jacta de su mediocridad y que odia montarse en las nubes para intentar tocar el Sol. Son cosas de tarado, de meditabundo, de raro, de taciturno al que le duelen las muñecas de echarse pajas pensando en pianos de cola.
Meterte en la bañera blanco huevo atestada de patitos amarillos y restos de gel con los vaqueros puestos, el agua que rebosa, y el no pensar en los vecinos porque si todo marcha como debe marchar, las venas serán la única delgada línea que separe el arrojo de la cobardía. Y nadie va a volver a llamar a la puerta enfadado. No más pizzas que llegan tarde, ni más libros del círculo de lectores. Esa puerta no van a golpearla jamás hasta que la sangre se cuele por el sumidero de sus olvidos.

jueves, 9 de junio de 2011

Alemanas de brazos tatuados que no dicen adiós después de follarte de manera impune

Todo era raro alrededor.
Olor a sudor, a gangrena, a sexo anal y a minas de azufre.
Todo, absolutamente todo, lleno de ese sabor a dolor salado como cuando lames un cuchillo jamonero.
Sangre en-cerrada en compartimentos estancos de humo. Alcohol de graduación elevada casi tanto como tus expectativas hacia lo que pudo ser y no fue.
Maniquíes que fueron fotos, ahora son vacío lunar.
Un cuaderno de sudokus a medio terminar, pasatiempos, sopas de letras con la tapa llena de polvo. Un lápiz Staedtler sin punta y un trozo de papel higiénico que tiene como dueño una eyaculación usada como anestésico o como amnésico (ambas cosas sirven).
Es delgada la línea que separa al hombre latente del objeto plástico.

¿Por qué mientes? o acaso debería preguntar por qué ignoras a la verdad adrede mirando a los ojos de quien te toca los huesos.
La truculencia de tu juego de mujer enseñando muslo y la parte oscura del pulmón.
Hay veces en que a uno sólo le queda la violencia sentimental cuando ya el silencio autoinstaurado no da más de sí y no funciona.

Desparramados sonoros. Truculencia de tu libido púbica.

Tropiezo con la pata del sofá. Golpe con la esquina de la mesa. Se rompe un plato, que a su vez rompe un vaso, que a su vez raja una muñeca que sirve de excusa para desangrar un corazón.

Sin utensilios útiles para seguir adelante. El orgullo no sirve, tampoco los muebles, las fotos o la lamentación, menos aún los zapatos. Nadie excepto su vuelta puede hacerte andar, propulsarte adelante de cualquier forma: hablo de arrastrar cuerpos propios, arañar el suelo, hacer de las rodillas los tobillos.

A Hugh Hefner le hubieran dado ganas de despeñarse al vacío. A ti, sin embargo, sólo te dan ganas de matar al mundo con un ejemplar de "Las teorías salvajes", de pensar peligrosamente para no crear nada bueno y mucho por recordar. De follar tiestos y de lanzar macetas, de tocar la herida de guerra de un halcón apartando plumas, de meter los dedos hasta el fondo de un coño en la barahúnda de un festival de electrónica y MDMA.

Una aventura sexual con tatuajes en los brazos: motivos japoneses y frases en alemán.
Un cabello rubio que no para de hablar de "Wittgenstein" y los siete aforismos de Tractatus. Sonrisa de trapecista confiado.
Su enorme teta derecha poseyéndolo todo, hasta tu ejemplar de "Los hermanos Kazamarov" en la mesilla de noche.

Imágenes sesgadas.

"Gold Panda".

Sólo recuerdo que no he de recordar.

Maldito ron. Malditos humanos. Malditas pecas. Maldito yo y mi sino...


miércoles, 1 de junio de 2011

Des-pedirse (Mi adiós, mi ancla)

Un ancla y un adiós son lo mismo al fin y al cabo. Una era de madera y hoy por hoy suele ser metálica; el otro es de viento y solía ser de cosas ciertas, cosas que se sienten.

La historia de mi ancla es la de una despedida. Y todas las despedidas suelen ser crueles, sucias, y despiadadas si es que son ciertas. Si son fingidas no hablamos de despedidas, hablamos del vacío del teatro.

Me explico.

Tú juegas a ser marino porque te han dicho que bajo las olas puedes enterrar todo, incluso el tiempo. Echas el ancla cuando te sientes quieto, cuando la sangre no tropieza una gota con otra y simplemente estás, no te paras a ser. Y pasa un tiempo, razonable o no. Un tiempo cuyos segundos no recordarás porque habrán pasado inadvertidos los unos de los otros: misma cara de tiempo, misma prisa, misma rutina (que no es otra que llegar fieles y puntuales a las doce y volcar la cabeza hacia abajo, para deslizarse de nuevo al seis y ponerse de pie, y de nuevo a las doce y otra vez cuesta abajo, como la sucia vorágine veinteañera de devorar pieles por costumbre. Subidas y bajadas. Up and down. La vida misma) Los segundos tienen cara de tiempo, sí, tiempo oscuro, monótono, aburrido como morder padrastros.

Y será cuando notes otra vez las cosas más deprisa, cuando los pies te pidan saltar y te llamen de otras porciones de tierra convenciéndote de que la que pisas no te pertenece...Será entonces decía, cuando leves el ancla y te des cuenta de que, efectivamente, al contrario de lo que pensabas, ha corrido el tiempo, han seguido pasando cosas allí abajo.

La piel de un tipo o la superficie del mar son lo mismo.

El ancla subirá llena de verde y marrón; acarreará moluscos pegados como adolescentes, algas, corales, conchas, arena. El tiempo no deja nada limpio, todo lo corroe. Entonces pensarás, será la primera vez en mucho tiempo. Detenidamente, sin prisa. Echarás la vista atrás, intentarás contar, recapitular, archivar.

Las despedidas. Asqueroso invento. Eso también lo pensarás.
Parece que fue ayer. Eso también.

Decía George Eliot (que en realidad era una mujer llamada Mary Anne Evans) que sólo en la agonía de despedirnos somos capaces de comprender la profundidad de nuestro amor. Y es que lo verdaderamente duro de decir adiós es que si no hemos estudiado arte dramático o no somos de corazón glaciar, aunque sólo sea por un instante estaremos obligados a ser nosotros mismos, mirarnos bien entre las tripas; y eso hay veces que duele. En la vorágine de los segundos que pasan y posan idénticos, empujándose y vistiendo igual, cantando el mismo tic tac, uno no suele detenerse a pensar por qué ésto y por qué aquello. Cuando nos detenemos a hacerlo estamos perdidos para siempre o salvados del todo.

Y nos podemos detener entonces a hacer sonrisas con cáscaras de nuez o lágrimas con trozos de plástico de juguetes desechados, pero decir adiós para siempre que es igual que morir y seguir atándonos los zapatos continuará siendo igual de difícil, igual de real, igual de cierto.

Adios. Hasta luego. Hasta nunca. La misma mierda necesaria.